Obra de Rocío Tisera

jueves, marzo 27

MICROCUENTOS 4


PIEDRAS: Cuando era niño, solía pasar tardes enteras tirándoles piedras a las nubes. Una vez, le alcancé a pegar a una justo en el medio y juró que escuché claramente como ella gritó. Sin embargo, el envidioso de mi hermano (¡qué raro!) dice que nunca le pegué a la nube y que en realidad el que gritó fue un vecino que recibió la pedrada. Yo se que él miente. Nunca soporta que yo le gane.

CINE: Esta tarde vi en el cine una película que era exactamente igual a un extraño sueño que tuve algunas noches atrás. Estoy tan confundido que no se pensar. ¿Mis sueños son poco originales o el director del film me plagió la idea? No lo tengo bien en claro. Creo que deberé consultar con mi abogado si puedo entablar una demanda…

VELETA: En el techo de mi casa hay una vieja veleta que, muy extrañamente, apunta siempre hacia el sur, sin importar en que dirección vaya el viento. Yo creo que ese gallo negro de hojalata debe tener una razón para comportarse así. Para mí, algo tiene que ver que en esa dirección, hacia el sur, se encuentre la casa de mi vecino, que tiene un gran gallinero en el patio. Creo que, por esas cosas del destino, mi vieja veleta de hojalata se ha enamorado.

SOL NEGRO: El sol comienza a tornarse cada vez más negro y la noche irremediablemente se volverá eterna. Pronto nos transformaremos en torpes topos que escarbaran con desesperación la tierra para poder huir del frío y de la muerte. El sol es ahora solo una sombra, una patética sombra, y el de ayer, y esto lo digo con toda la tristeza de mi alma, el de ayer fue el último amanecer que alcanzó a ver la humanidad.

MENTE EN BLANCO: Debo poner mi mente en blanco, debo poner mi mente en blanco, debo poner mi mente en blanco… ¡No! ¡Así no está funcionando! Si pienso en poner mi mente en blanco estoy pensando, por lo que mi mente no estará nunca en blanco… No debo pensar en nada, absolutamente en nada, a partir de… ¡Ahora!.................................................................................................................................

martes, marzo 18

MICROCUENTOS 3


CALAVERA: Cada mañana, al despertar, en el momento de ir al baño y verme en el espejo, me sucede algo extraño. Me veo, y en ese reflejo veo no una cara, sino una calavera. Un cráneo sin vestigios de piel ni de carne, tan solo huesos, huesos blancos y brillantes. De nada me sirve lavarme el rostro una y otra vez e intentar despertarme. Allí seguirá esa tétrica calavera mirándome con el negro vacío de sus cuencas sin ojos. Y, a pesar de todo, eso no es lo más extraño, eso viene después. Salgo a la calle y nadie nota mi espantoso aspecto, me observan y me hablan como si todo estuviera perfecto, como si en realidad yo tuviera un rostro como todos y no esa apariencia de careta de Halloween que veo a través del espejo. Yo, por las dudas, a lo largo del día, intento evitar ver mi cara reflejada en los vidrios, asqueado contemplar esa figura. Solo me consuelo, si se puede decir consuelo, pensando que esto que me sucede a mí, en realidad les ocurre a todos, a todo el mundo, salvo que todos callan, así como lo hago yo…

AUTO SIN CONDUCTOR: Un auto sin conductor pasa a toda velocidad por la calle. Yo voy por la vereda y no puedo creer lo que estoy viendo, lo que no estoy viendo. Ahora el auto está frenando violentamente en la esquina y da marcha atrás. Ahora ese auto viene por mí, lo se, aunque no tenga ningún motivo para hacerlo, aunque yo no haya hecho nada malo, aunque nadie lo conduzca…

CERVEZAS: Destapé una botella de cerveza y ante mí apareció un genio, saliendo del envase como si lo hiciera de la lámpara de Aladino. Tal como sucede en los cuentos, el genio me concedió tres deseos y yo rápidamente le pedí: “Mujeres, dinero e inmortalidad”. Pero el muy hijo de puta del genio, quizás para burlarse de mi, solo me trajo tres cervezas más. Y encima calientes…

lunes, marzo 10

En el supermercado



Estaba formando cola en la caja del supermercado, cansado, aburrido y con mis piernas entumecidas. Me encontraba bastante fastidioso y malhumorado. Y es que odio hacer las compras, pero para mi desgracia no me queda otra opción. Si estuviera casado, lo más probable es que mandaría a mi esposa a que fuera, sola por supuesto, a comprar lo que nos hace falta, pero bueno, esta es mi triste realidad. La fila de gente cargada de alimentos, productos de limpieza, ropas, pañales, etc., no se movía prácticamente ni un miserable centímetro. La joven que atendía la caja se manejaba con tal parsimonia que exasperaba a todos los que estábamos allí. Y por si fuera poco, una mujer gorda, culona y grande como ballena, que transpiraba como un barrabrava de fútbol, se coló en la fila y puso su carrito lleno de productos justo delante de mí. Yo, indignado, no pude impedir tocarle el hombro para que se diera vuelta y así aclararle la situación.
-Señora, disculpe…
Cuando ella se dio vuelta, me miró a los ojos y comenzó a reírse ampulosamente. Tenía la cara redonda y regordeta, y su amplia risa reveló que le faltaba algún diente. Un ligero bello debajo de su nariz la hacía ver como si tuviera bigotes y sus ojos verdes brillaban con alegría al mirarme. No se porque, su mirada se me hacía conocida.
-Flaco, disculpame, ¿Vos por casualidad no fuiste en la primaria al colegio Cárcano?-Me preguntó la obesa señora, lo que me revelo dos cosas: una, que por el trato debía tener más o menos mi edad, aunque parecía mayor que yo, y la otra, que me conocía. La bronca que al principio sentí por ella dio paso a la curiosidad.
-Si, fui al Cárcano. ¿Nos conocemos?
-Vos terminaste séptimo grado en el año ochenta y cinco, ¿No?
-Haber, dejame pensar… Mmm… Si, si, fue en el ochenta y cinco.
-¿Te acordás de Cecilia, la chica que salía en todos los actos del colegio de bailarina?
-¡Si! ¡Cómo no la voy a recordar! Siempre estuve enamorado de Cecilia, ¡Ja! Ella iba al otro séptimo, yo al A y ella al B, por eso… -De pronto me callé. La miré nuevamente a los ojos, y esos ojazos verdes no me dejaron duda alguna, me quedé sin palabras…
-Germán, ¡No me digas que no me reconociste! ¡Soy yo, Cecilia! ¿Cómo andás? ¡Tanto tiempo! Veinticinco años pasaron ya sin vernos…
-Si, mucho tiempo pasó…
-Ya que estamos, yo también te confieso algo, yo también estuve toda la primaria enamorada de vos. Mira lo que son las cosas de chicos, ¿No?
-Si, ¡Ja! Lo que hacemos cuando somos chicos
-Vos estás igual Germán, aún tenés esa cara de poeta enamorado, ¡Ja, ja!
-Y vos todavía tenés esa mirada hermosa y cautivante, Cecilia…
-¿Te casaste? ¿Tenés hijos?
-No y no. Vengo zafando. ¿Y vos?
-No, tampoco. Como dice mi bisabuela, ando solterita y sin apuro.

Mientras hablábamos, la fila de la caja poco a poco se fue adelantando, hasta que nos llegó el turno a nosotros. Pagamos, salimos en busca de un taxi para poder llevar las bolsas de las compras y sin saber porque, la invité a almorzar a casa. Ella aceptó complacida, riéndose como siempre. A la tarde, luego de la comida, y sin muchos preámbulos, hicimos el amor hasta la extenuación. Yo, Germancito, le hice el amor a la Ceci, la del séptimo B. Quizás ella ya no sea la misma y no tenga nada de aquella figura y aquella belleza con la que la recuerdo a la distancia, pero bueno, al fin y al cabo, yo tampoco soy el mismo de antes, y los años pasan para todos. Lo importante es que ahora ella es feliz, tanto como lo soy yo. Es que sin querer, ella consiguió la compañía de un hombre, y yo, ya conseguí a alguien que se encargara de hacerme las compras en el supermercado.

FIN

martes, marzo 4

TREBOL DE CUATRO HOJAS


Una mañana, mientras cortaba el pasto en el jardín de la señora Borges Uriarte, vi de casualidad una de las cosas más maravillosas que puede presenciar una persona supersticiosa como yo: ¡Un trébol de cuatro hojas! Obviamente lo arranqué del suelo, lo puse entre medio de las hojas de mi documento de identidad y me dije: “De ahora en más, mi suerte va a cambiar, conseguiré un empleo decente, pagaré mis deudas, le daré a mi familia una vida digna…” Una hora después, terminé con mi labor y fui a cobrarle el trabajo a la señora Borges Uriarte. “Seguro que ahora, gracias a mi trébol, me dará una buena paga”, pensé con mucha ingenuidad. Pero no, no fue así. Esa vieja miserable, que tiene más plata que los que venden droga, me dio apenas unas cuantas monedas. Estuve a punto de insultarla y de mostrarle mi indignación, pero el recuerdo de mi trébol de cuatro hojas me calmó. “Al menos encontré mi talismán de la suerte”, me consolaba.
Esa misma tarde, antes de ir a casa, me jugué el mísero dinero que llevaba en mis bolsillos en un numerito de la quiniela, a un pálpito seguro. Convencido de que había hecho una buena inversión, me fui silbando rumbo a mi casa sin siquiera imaginarme que al llegar encontraría a mi esposa desnuda y en la cama… ¡Con mi mejor amigo! Amigo que automáticamente pasó a ser mi mejor enemigo, claro. Cuando reaccioné y quise echarlo a las trompadas de mi casa, mi mujer me pegó una cachetada, tiró mis pocas pertenencias a la calle, y al final el que terminó siendo echado de casa fui yo. “¡Vago! ¡Inservible! ¡Atorrante! ¡Caradura!”, me gritaba mi esposa, ahora mi ex esposa, claro, mientras lanzaba mis remeras, mis calzoncillos, mis medias… Mis tres hijos, ya adolescentes, no solo no me defendieron, sino que hasta parecían contentos con la llegada de un nuevo papá que parecía tener el dinero suficiente para darles el gusto a todos ellos. Resignado, metí mi ropa en un bolsito lo más rápido que pude para evitar las ya numerosas miradas de mis vecinos, ávidos de chismes, e intenté irme cuanto antes de allí, pero no alcancé a dar más que una docena de pasos cuando un patrullero se detuvo a mi lado. Un policía se bajo del móvil, puso cara de malo y empezó a hacerme preguntas, con tono prepotente como suelen hacer siempre, del tipo “¿Cual es su nombre?”, “¿En donde vive?”, “¿A donde va?”, “¿Que hace con esa ropa?”…Cuando me pidió que le mostrara lo que llevaba dentro del bolso supe que estaba en problemas y por más que intenté explicar la situación, todo fue en vano. Los agentes me tomaron por un ladrón de poca monta y, a los golpes, me metieron dentro del movil policial. Pasé toda la noche en la comisaría, pero gracias a Dios, a la mañana siguiente me liberaron. Lo primero que hice fue ir a una quiniela para ver que número había sido el ganador en el sorteo de la lotería. Grandísima fue mi desilusión al ver que el número que había jugado no había salido ni a los veinte. Sin tener a donde ir, sin dinero, y buscando un trago para ahogar las penas, aunque bien saben decir que las penas saben nadar, me metí en el bar en donde siempre se ir con mis compañeros de juerga a tomarme un buen vinito. Pero apenas el dueño del lugar me vio, me echó a las patadas, gritándome que nunca más me iba a dar algo al fiado y que si no le pagaba pronto lo que le debía, no solo me iba a reventar la cara, sino que también me iba a hacer meter preso. Por las dudas, temiendo terminar otra vez en el calabozo, salí corriendo del lugar con tanta mala suerte, que cuando distraídamente cruzaba la calle, un auto que pasaba a toda velocidad terminó atropellándome. Quedé malherido, tirado en la calle, sin nadie que me ayudara, y viendo como el conductor del coche que me arrojó por los aires, huía cobardemente de allí. Entonces, suspiré bien profundo, medité mi situación, y me convencí de lo que sin lugar a dudas tenía que hacer: debía desprenderme de una buena vez de ese maldito trébol de cuatro hojas que tantas penurias me estaba causando. Rengueando, adolorido y con un aspecto lamentable, llegué hasta la casa de la señora Borges Uriarte, toqué el timbre haciendo un gran esfuerzo y fui atendido por una empleada doméstica. Cuando la señora al fin se asomó por la puerta, pegó un grito histérico y estuvo a punto de desmayarse, impresionada al verme tan golpeado y ensangrentado. Pero yo rápidamente la calmé. “Estoy bien, no se preocupe, este trébol de cuatro hojas me salvó la vida en el accidente que acabo de sufrir. Disculpe que la moleste, pero lo primero que pensé luego de lo que me sucedió, es que quizás ahora le corresponda a otra persona disfrutar de la suerte de este trébol, y como usted siempre ha sido muy generosa conmigo, pensé que lo mejor que podía hacer era regalárselo a usted…”, le dije intentando contener la risa. La señora Borges Uriarte tomó el trébol, lo observó muy intrigada, y cerró la puerta olvidándose de mí. “¡Ahora morite vieja hija de puta!”, pensé, y me fui de allí contento por la maldad que había realizado. Pero no fue así. Esa misma semana me enteré, de boca de sus vecinos, que esa vieja miserable y despreciable, había ganado, nada más y nada menos, que quinientos mil pesos en el casino. ¡Por Dios! Ojala que nadie me cuente que al momento de ganar ese dineral, a la señora la hayan visto con un trébol de cuatro hojas entre las manos, por que de ser así… ¡Me las corto! ¡Juro que me las corto…!

FIN

domingo, marzo 2

GENTE


En la parada del ómnibus se encuentra Carlos, que está llegando tarde al trabajo justo en la semana en que la empresa despidió a cinco de sus compañeros. Cerca de él se encuentra Leonor, una anciana que cada noche siente agudos dolores en el pecho y que teme morirse. El ómnibus se detiene y su chofer es Julio, que está muy preocupado por una deuda impaga que está a punto de dejar a su familia sin hogar. Un auto se detiene detrás del ómnibus, es manejado por Juan que no tiene un buen día, ya que antes de salir discutió muy violentamente con su esposa y en este mismo momento está pensando en divorciarse. Un peatón aprovecha el semáforo y cruza rápidamente la calle, es Víctor que va a ser nuevamente papá y que está desesperado por que no encuentra trabajo. Él, pasa al lado de un vendedor ambulante llamado Tito que siente una gran pena porque sus hijos no lo visitan, se siente viejo, ignorado y menospreciado. De pronto sus ojos y los del resto de los transeúntes se elevan para ver a Carla, que camina sensualmente por la peatonal desparramando belleza, mientas que por dentro, en su interior, ella se siente fea, gorda, ridícula. Un hombre sentado en el bar le tira un beso a través del vidrio. Es Walter, un solterón con aires de dandy que más allá de su imagen de ganador es un hombre solo y triste porque ninguna mujer lo ama de verdad. Una moza se acerca a su mesa y le trae un café, es Lorena, quien finge una sonrisa aunque en realidad quiere llorar, cansada de que el dueño del bar la acose y le pida que se acueste con él. En la vereda hay un canillita, es Manuel, quién le hace bromas a un quiosquero porque ayer perdió Belgrano, a pesar de que aún no vendió ningún diario y que hoy no va a tener mucho para comer. El quiosquero, Claudio, se ríe a pesar de la derrota del club de sus amores, intentando distraerse de ese gran dolor que siente bien adentro, ya que su hijo otra vez está preso, otra vez por las drogas. Una chica de no más de dieciséis años se acerca al quiosco y compra un cospel para el ómnibus, es Tamara que está nerviosa y ansiosa por llegar a la casa de su novio para preguntarle si es cierto lo que las chicas le contaron, que él anoche salió a bailar con una amiga de ella. Va hacia la parada y cruza ante un puesto de flores que es atendido por Marta, una cincuentona a la que la menopausia la tiene mal y la falta de cariño y de amor de su esposo peor. Una pareja se acerca a comprar flores, son Marcos y Victoria, quienes como todos los jóvenes son ingenuos y soñadores, y se aman. Él está pasando un grato momento con ella, pero le preocupa un poco el examen que mañana le tomarán en la facultad, y estaría más tranquilo si pudiera volver a su departamento a estudiar. Ella lo ama, pero no sabe como decirle que tiene un embarazado de dos meses y que él es el padre de ese bebé. Se besan, se sonríen y siguen caminando hacia la plaza, donde se encuentra un tipo de unos treinta y cinco años llamado Gustavo, quien escribe improlijamente sobre unas hojas sueltas. Él está molesto porque lo que escribió no lo termina de convencer, y decide darle fin a sus palabras. Mientras tanto, la ciudad se siente triste y deprimida, y pareciera que está a punto de estallar.

FIN